domingo, 10 de abril de 2011

EL PRIMER SUEÑO DE AMOR DE LISZT

La Pequeña Historia

El PRIMER SUEÑO DE AMOR DE LISZT
Por Manuel G. Sesma

            Una de las obras mas populares de Franz Liszt es, sin duda alguna, el tercer nocturno de sus Liebestraume o Sueños de amor. Lo compuso, inspirándose en una poesía de Ferdinand Freihligrath, que comenzaba, O Lieb! (¡Oh!, alma) y cuyos primeros versos decían:

                                   ¡Oh!, alma por tanto tiempo como te sientas capaz,
                                               pues pronto, cabe la tumba, si no, te arrepentirás...”

            Y Liszt siguió al pie de la letra el consejo del poeta.
            Todo el mundo conoce actualmente, gracias al cine, los amores del celebre pianista y compositor húngaro con la Condesa María de Agoult, con la Princesa da Sayn-Wittgenstein y con la bailarina Lola Montes. Pero estas tres mujeres famosas solo fueron, en realidad, tres estrellas fulgurantes de una gran constelación galante; pues, en la larga carrera de Liszt, hubo varias otras mujeres, de nombre menos sonoro y conocido, actualmente condenadas al olvido. Y la mas interesante de todas estas fue sin duda alguna, la linda y aristocrática Carolina de Saint-Cricq.
            Carolina fue el primer amor de Liszt. Corría el año I827. Franz Liszt  tenía, a la sazon, 16 años. Vivía en París con su madre, en un pequeño departamento de la rue Montholon, e impartía numerosas lecciones de música entre las señoritas de la aristocracia parisiense. Un día de otoño de aquel año, fue llamado a una elegante mansión, para que enseñase a tocar el piano a una linda señorita. Se llamaba Caroline de Saint-Cricq. Su padre, el señor conde de Saint-Gricq, ejercía, por aquellas fechas, nada menos que el cargo de ministro de Comercio y de Manufacturas, en el Gobierno de Su Majestad Carlos X, presidido por Monsieur de Martignac.
            Carolina tenía la misma edad que Liszt y era entonces una joven esbelta, morena y fina, con unos bonitos ojos de color malva, de envolvente y melancólica mirada. En un retrato de la época, reproducido por Claude Rostand, en su biografía de Liszt, publicada por la colección Solfèges, aparece como una bella muchacha, de airosa y delicada silueta: frente amplia, orejas largas y perfectamente arqueadas, nariz recta y fina, labios delgados, ojos grandes, vivarachos y penetrantes; cabellos oscuros, peinados con la raya un medio; y en fino rostro iluminado por una delicada sonrisa y un aire inconfun­dible de inteligencia y de dulzura. En resumen, una joven encantadora, y por añadidura, en posesión de gran cultura.
            Como era de esperarse, Franz y Carolina no tardaron en enamorarse mutuamente, y un idilio sincero, casto y tierno surgió entre ellos. La señora Condesa de Saint-Cricq, enferma, bondadosa e indulgente, se dio bien pronto cuenta de lo que ocurría y cerro comprensivamente los ojos. Probablemente debió pensar que, al fin y al cabo, el muchacho no era un mal partido para su hija, pues una muchacha, por muy rica  y aristocrática que sea, no se encuentra cada día con pretendientes geniales...También ella admiraba a Liszt e intuía su gran porvenir.
            Pero ninguno de los tres contó con su excelencia, el Señor Conde de Saint.-Cricq, un caballero encopetado, con la cabeza llena de prejuicios de casta, el cual vino intempestivamente a aguarles la fiesta. En vano, la condesa, en trance ya de muerte, le suplicó patéticamente: ”Si se aman, dejadlos ser dichosos”, pues no los dejo. El orgulloso aristócrata estimaba que sus rancios y polvorientos blasones - de los que nadie se acuerda ya - valían, por lo visto, mucho mas que el genio brillante del muchacho y, poco después de fallecida su mujer, cortó aquel idilio por lo sano. Una tarde en que la lección de piano se prolongó mas de la cuenta - para los enamorados no corra el reloj corre el reloj -, el conde aprovecho la ocasión y despidió diplomáticamente a Liszt. Su mayordomo esperó al joven a la salida del salón y le dijo ceremoniosamente: Su Excelencia, el señor conde, me ha ordenado comunicaros que, de hoy en adelante, la señorita Carolina no necesita ya de vuestros servicios. Aquí tiene usted sus honorarios.
                                                            Aquel brutal desenlace por poco costó la vida a los dos jóvenes, los cuales enfermaron gravemente. Hubo, incluso, dos periódicos de París que anunciaron la muerte de Liszt: L’Etoile y Le Corsaire; y si afortunadamente no murió, lo cierto es que sufrió una terrible depresión nerviosa, que lo dejó postrado por algún tiempo. En cuanto a Carolina, en un principio, creyó volverse loca y, al fin, reaccionó sombríamente, pretendiendo renunciar al mundo e internarse en un convento; pero su padre no la dejó.
                                                            Como colofón, la juventud de ambos se impuso y cada uno siguió separadamente su camino. Liszt con­quistó bien pronto la celebridad y la fortuna, mientras que la dulce y resignada Carolina, perdida ya la posición política y social de su padre, a consecuencia de la Revolución de Julio, se dejó llevar al altar, años después, por un oscuro hidalguillo bearnés: el Conde de Artigaux. El matrimonio es­tableciese en Pau y allí fue a visitarla Liszt en 1814, ya en el apogeo de su gloria y después de haber roto con la condesa de Agoult. Carolina, que nunca lo olvidó, acogiólo amablemente, lo mismo que su marido, y allí pasó con ellos una breve temporada de descanso, durante la cual transcribió pa­ra piano dos melodías bearnesas, dedicándoselas a Carolina, y hasta compuso en honor suyo una apasionada melodía, conversos de Georg Herwegh, que empezaban: “Ich mochte ingehen wie da Abendroth”. El mismo Liszt escribió en el manuscrito: “Este lied es el testamento de mi juventud.


            Diez años más tarde, en marzo de 1854, el compositor hacía por escrito la presentación de Madame Artigaux a la Princesa de Sayn-Wittgenstein y le añadía: “su padre nos hizo mucho daño, tanto al uno como al otro, con las intenciones más razonables de este mundo; pero yo nunca le he guardado rencor por ello y, desde hace seis años, hago más y mejor que perdonarlo.  Espero que un día u otro, nos encontraremos con Carolina. Es la única persona a la cual deseo que conozca usted.  Esto le hará mucho bien, porque encontrará en ella a una mujer llena de dulzura.”
            Finalmente en el testamento que redactó en Wimar, el 14 de septiembre de 1860, Liszt se acordó asimismo de la mujer que le inspirara el primer amor y dispuso que se entregase a Carolina un valioso y simbólico regalo: uno de sus más preciosos talismanes, engarzado en un anillo de oro. Sin duda, se le vino a la memoria, en aquel momento, aquel otro anillo que regalara a su antigua alumna, cuando eran novios, y en el que había hecho grabar estas dos palabras significativas: Expectans, expectavi (aguardando, esperé).
            Tal vez porque aquellas esperanzas juveniles se frustraron, Franz Liszt no olvidó nunca a la linda Carolian de Saint-Cricq.




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