domingo, 10 de abril de 2011

Charlas Vasco-Navarras


30 de Agosto de 1959

Por el profesor Manuel García Sesma

DOS VALIENTES DE VERDAD:
UN REY DE ESPAÑA Y UN CAMPESINO NAVARRO

La calamidad más terrible que azotó a Europa en el siglo XIX, aparte la endémica de las guerras, fue sin duda alguna el cólera morbo asiático.  Antiquísimo en las Indias Neerlandesas, en Indochina y, sobre todo, en el Indostán, con focos casi permanentes en Calcuta, Allahabad, Madras y Bombay, solo era conocido vagamente en Europa por las noticias de algunos viajeros.  Hasta que en 1830 lo introdujeron en Polonia las tropas zaristas, enviadas por Nicolás I para reprimir la insurrección de Noviembre.  De aquí se propagó sucesivamente a Moldavia, Galitxia, Inglaterra, Irlanda, Francia, Portugal, Holanda, Bélgica y España, ocasionando verdaderas hecatombes.  En Francia solamente produjo más de cien mil víctimas.

Durante el siglo XIX, España fue atacada por la terrible epidemia en cinco ocasiones: en 1835, en 1856, en 1865 y en 1890.  La más benigna de todas fue la última, pues se limitó a algunas localidades de Valencia, Toledo y Asturias, ocasionando pocas defunciones.  en cambio las restantes se extendieron a toda la Península, cebándose mortíferamente en la población.  el cólera de 1835 empezó en el puerto de Vigo, habiendo sido importado por la tripulación de un buque inglés y por los portugueses refugiados de la escuadra de Don Pedro.  De allí se propagó a Galicia, mientras que en Andalucía entraba por la frontera de Portugal, y en Cataluña, por la vía marítima del Mediterráneo, traído por unos buques franceses, que atracaron en Rosas y en Tarragona.  En cambio, las epidemias de 1856, 65 y 85 fueron introducidas exclusivamente por buques franceses, surtos en los puertos de Levante, empezando la del 65 en Valencia, y la del 85 en Alicante.

La más horrorosa fue la de 1865, que marcó una huella profunda en todas las capas de la sociedad española.  Recuerdo que en mi juventud todavía se llamaba antonomásticamente a dicho año " el año del cólera", refiriéndose a él los adultos, como a la más horrible pesadilla de su vida.

Ya en el otoño de 1864, aparecieron numerosos casos de coléricos en Nolvelda y algunos, en Elche. Sin embargo, cuando empezó adquirir aterradoras proporciones, fue hacia fines de la primavera de 1885.  El mismo Gobierno se creyó en el caso de prevenir a España entera, por medio de la "Gaceta Oficial", revelando que, en solo el día 18 de Junio, habían ocurrido en Valencia y su provincia 115 defunciones; y en la de Murcia, 322 casos y 90 defunciones.  En cambio, en Madrid solo habían aparecido hasta entonces cinco casos.  Pero la declaración oficial de la "Gaceta" fue lo bastante para que cundiera el pánico entre los madrileños, enlutando al día siguiente sus casas los tenderos de la calle de Toledo y organizándose una manifestación que recorrió las calles de la Corte, paseando una bandera negra y obligando a cerrar todos los establecimientos comerciales, a excepción de las farmacias y de las tiendas de comestibles. El presidente del consejo de Ministros, don Antonio Cánovas del Castillo, y el ministro de la Gobernación, don Francisco Romero y Robledo, se trasladaron, durante 24 horas, a Murcia, para repartir socorros; y con el mismo objeto, hizo un viaje a Valencia el Ministro de Gracia y Justicia, don Francisco Silvela.  El mismo Rey, don Alfonso XII, de ánimo generoso y arriesgado, quiso acudir en persona a consolar y auxiliar a los atacados, estando a punto de provocar una crisis ministerial, ante la oposición de sus Ministros a la realización de sus propósitos.  Pero huyo de renunciar, por el momento, a ellos, ante la negativa rotunda de los jefes de todas las fracciones políticas monárquicas a asumir la responsabilidad de semejante aventura.
En tan dramáticos momentos, el sabio médico catalán, Dr. Jaime Ferrán, descubrió su famosa vacuna anticolérica, que representaba un remio verdaderamente providencial para atajar la terrible epidemia. Comisionado en 1884 por el Ayuntamiento de Barcelona para estudiarla en Marsella y en Tolón, donde reinaba a la sazón, el Dr. Ferrán se había entregado, con juvenil entusiasmo, a tan delicada tarea, en el modestísimo laboratorio de los Doctores Nicati y Riessh.  En septiembre del mismo año, había vuelto a España y, encerrándose en su laboratorio de Tortosa, con su inseparable compañero Paulí, al cabo de tres meses de pacientes observaciones y experimentos, había conseguido dar con un suero que inmunizaba, al menos contra la terrible bacteria. Era un buen triunfo de la ciencia española, y nada más lógico que, al cebarse nuevamente en el país la espantosa plaga, el pueblo y las autoridades se hubiesen apresurado a utilizar su remedio.  Pero desgraciadamente no fue así; y la indiferencia, cuando el Gobernador y el Alcalde de Valencia, unidas a la ignorancia popular, y a la suspicacia y espíritu rutinario de no pocos facultativos, frustaron, en gran parte, los esfuerzos del sabio catalán.  Si se hubiera hecho caso de su vacuna, no habrían muerto más allá de seis mil personas; pero, por no hacérselo, perecieron nada menos que ciento cincuenta mil... Los españoles somos así. Reconocer los inventos ni los méritos de otro compatriota eminente..? Jamás. ¡Caray!, nosotros somos todos herederos directos de la sabiduría de Salamón..!
Hay que hacer constar, sin embargo, que algunos pueblos acogieron la vacuna de Ferrán con verdadero entusiasmo y que los más eminentes médicos españoles de entonces, con el Dr. Amalio Gimeno a la cabeza, se convirtieron en acérrimos defensores del método de su colega catalán.  La ciudad de Alcira se prestó en masa a ser vacunada; y en la gran controversia, entablada en torno al descubrimiento, en el Ateneo de Madrid, rompieron lanzas en su favor los Doctores Pulido, Fernández Caro, Tolosa Latour, Comenge y otras eminencias.  La misma Real Academia de Medicina, presidida por el Dr. Alonso y Rubio nombró a este propósito una comisión que emitió un dictamen bastante favorable.  Pero otra comisión dictaminó en contra, y naturalmente se le hizo más caso. ¡Cómo no!, si era extranjera.  Ello no fue obstáculo para que, años más tarde, en 1907, la Academia de Medicina de París otorgase un premio al Dr. Ferrán, previo un informe altamente laudatorio del célebre Dr. Pierre-Emile Roux, discípulo de Pasteur, en el que se reconocía a nuestro compatriota el mérito de “La iniciativa de la inmunización preventiva contra el cólera”.
Pero en 1885, los necios y los rutinarios esterilizaron, en buena parte, los esfuerzos generosos de Ferrán. Sus patrióticos ofrecimientos de vacunar gratuitamente a los albergados en los asilos, a las Hermanas de la Caridad y a las familias pobres, no fueron tomados en consideración; y como era de esperarse, el mal, en vez de disminuir, tomó cada día más incremento. Aragón, Cataluña y Castilla la Vieja se vieron a continuación invadidas por la epidemia, manifestándose principalmente en Zaragoza, Tarragona, Toledo y Cuenca.  El 28 de Junio se contaron nada menos que 1040 casos y 513 defunciones¸ eso sin contar los terribles focos de Cuenca y de Murcia, de las que no se habían obtenido todavía noticias.  Y el día 29, se presentaron, solamente en Aranjuez, 134 casos, todos ellos gravísimos, y 33 defunciones. Con tal motivo, el pánico en el Real Sitio fue indescriptible. Todos los vecinos de algunas posibilidades económicas abandonaron precipitadamente el lugar. Entonces el Rey Alfonso XII, sin comunicar a nadie sus intenciones salió de incógnito del Palacio de Oriente, a las 7 de la mañana del día 2 de Julio, y acompañado de un solo ayudante, tomó dos billetes de primera clase en la estación del Mediodía y se presentó en Aranjuez.  Allí se dedicó a recorrer los hospitales y casas de coléricos, prodigando a todos consuelos y ofreciendo su palacio del Real Sitio para departamento de convalecientes.  Aunque el monarca solo había dejado una carta cerrada para la Reina María Cristina en la que le daba cuenta de su viaje, con el encargo de que no se la entregasen hasta que se hubiese levantado de la cama, pocas horas después, se enteró Madrid entero del gesto real.  Un extraordinario del diario “El Correo” se encargó de propalar la noticia.  Inmediatamente el Gobernador Civil de Madrid se presentó en Aranjuez en un tren especial, y en la sesión del Congreso de aquella tarde, se levantó su presidente, don Práxedes Mateo Sagasta, para comunicar a la Asamblea: -“Señores diputados: S. M. el Rey está en Aranjuez, adonde ha ido para luchar denodadamente con la muerte. Ante este nobilísimo rasgo de generosidad y de valor, únicamente se me ocurre dar un entusiasta viva a S. M. El Rey.”
Todos los Diputados se pusieron en pie para corearlo, y levantando acto seguido la sesión, se dirigieron a la estación de Atocha, a esperar el regreso del Monarca.  Llegó, en efecto, al atardecer de dicho día, y la ovación que le tributó el pueblo de Madrid, fue extraordinaria. Tan extraordinaria como merecida. Porque, desde luego, es indiscutible que aquel gesto de un día del Rey Alfonso XII; dada precisamente su posición relevante, fue un verdadero rasgo de nobleza y de valentía.  Sin embargo..., ¿cuántos miles de obscuros españoles no demostraron, en aquellas trágicas circunstancias, no ya durante veinticuatro horas, sino durante semanas enteras, igual o más valor y humanitarismo..?  Voy a citarles un solo ejemplo: el de un humilde campesino navarro, conocido en el pueblo de Fitero de donde era natural, con el nombre del Tío Victorillo el Alvarilla.
Como era de esperar, la mortal epidemia, una vez invadidos Aragón y Castilla, no tardó en penetrar en Navarra, haciendo su aparición en Fitero, hacia mediados de Agosto del mismo año. El primer atacado fue Juan de Mata González Jiménez, que murió casi de repente el 19 de dicho mes. Vivía en el número 64 de la calle mayor. Inmediatamente se propagó a las demás calles. Las más castigadas fueron la de Palafox – antiguo Virrey de México -, con 16 víctimas; la calle mayor, con otras 16; los Charquillos, con 11; la calle de San Juan, con 9; la de la loba, con 8; y el Cogotillo Bajo, con 7. Pero ninguna se libró del azote, pues las que salieron mejor libradas, como el Cortijo, Oñate, San Antón, Patrona y Espoz y Mina, tuvieron cada una su víctima respectiva.  La epidemia duró 41 días, haciendo un total de 115 víctimas, de las que 48 fueron varones y 67, hembras. Como se ve, pues, el cólera atacó mucho más a las mujeres que a los hombres; y por lo que se refiere a las edades, se cebó sobre todo, con la niñez y la edad madura, pereciendo 59 niños, ente los cero y los 15 años, y 25 adultos, entre los 30 y 60. La epidemia alcanzó su periodo álgido del 7 al 14 de septiembre, contándose el día 7 otras tantas defunciones; el 10, cinco; y el 14, otras cinco.  La última víctima del terrible azote fue una infortunada casada; Petronila Lavilla Alvarez, de 42 años, que murió el 29 de septiembre de 1885, en la casa número 8 de la calle de San Juan.

Con tan tremenda hecatombe, no es de extrañar que el número total de defunciones de aquel año ascendiese a 203; es decir, a más del triple del promedio anual ordinario.

En tan dramáticas circunstancias, no es difícil imaginarse cuál sería el estado de ánimo y el aspecto de Fitero. Por supuesto, las Fiestas Patronales, que se celebran todos los años en Septiembre, se suspendieron - ¡para Fiestas estaba la cosa...! -, las labores del campo quedaron semiparalizadas, sus famosos Balnearios termales, tan concurridos en el verano, se despoblaron completamente y el comercio sufrió un verdadero colapso.  La preocupación y la tristeza se pintaban en todos los semblantes, pues nadie estaba seguro de no ser llevado horas después al cementerio. Y en efecto, más de una vez se dio el terrible caso de vecinos que la noche anterior, habían estado reunidos a la puerta de una casa, tomando el fresco y comentando los sucesos, y que al día siguiente, se enteraban, al levantarse, de que aquella misma noche, había muerto uno de los contertulios.

Como el bacilo del cólera – el famoso “Spirillum cholerae o Vibrio comma” – había ya sido descubierto, dos años antes, por el célebre doctor alemán, Roberto Koch, y se sabía de manera cierta que la enfermedad era de origen hídrico, los médicos recomendaban, como medidas preventivas, el abstenerse de beber agua corriente, de tomar melón, sandía y otras frutas aguanosas, y en general, de comer cualquier clase de verduras en crudo. Semejante recomendación dio como resultado el que aquel año, no se recogieran las frutas de los campos, lo que aprovecharon los mozalbetes inconscientes para darse los grandes banquetes.

Antes de que comenzara la catástrofe, el Ayuntamiento de la Villa, imitando el ejemplo de otros lugares, estableció un pequeño lazareto en la entrada del pueblo, instalándolo en la casilla de la era del Tío Valito, situada en la carretera de Cintruénigo.  Allí se detenía a todo el que llegaba por dicha carretera, sometiéndolo a una fumigación obligatoria, como medida de precaución. Pero de nada sirvieron tales fumigaciones, pues el temible bacilo penetró en el pueblo, a pesar de todo. Iniciada la mortandad, uno de los problemas más angustiosos con que se encontró el Municipio fue el de encontrar una persona idónea y valerosa, que se prestaba a vigilar a los presuntos muertos, en el depósito del cementerio, pues los coléricos eran trasladados a este lugar, sin pérdida de tiempo, apenas daban señales de fallecimiento. Ahora bien, enterrarlos antes de que pasasen las veinticuatro horas era una verdadera temeridad, pues, en más de una ocasión, la muerte solo era aparente y no real; - y a pesar de todo, seguramente que, en aquella época, se enterró vivo, a más de un ciudadano en toda España. 

Pero, ¿quién era el valiente que se iba a prestar, ni por todo el oro del mundo, a pasarse día y noche, en semejante lugar y compañía...? Tanto más cuanto la terrible enfermedad se presentaba con caracteres exteriores repugnantes y pavorosos: gran descomposición del semblante, hundimiento de los ojos, vómitos violentos, frecuentes diarreas albinas, calambres aparatosos, angustiosas asfixias, etc. Así que huelga decir el aspecto poco agradable y tranquilizador que presentarían las pobres víctimas. Sin embargo, no faltó en Fitero un vecino verdaderamente valiente, que se prestó espontánea y desinteresadamente a tan macabra tarea. Fue el Tío Victorillo el Alvarilla.

Yo no llegué a conocer a este benemérito fiterano; pero una anécdota de él que oí contar en mi infancia a mi padre, revela mejor que nada cual debió ser su temple de ánimo.  A la sazón, las víctimas del cólera no eran enterradas en cajas individuales, ya que no se podía guardarlas en casa hasta que las hicieran una a la medida, sino que eran trasladadas inmediatamente al cementerio, en un ataúd común.  Allí se dejaban los cadáveres en el depósito, al cuidado del  Tío Alvarilla, envueltos sencillamente en una sábana, hasta que les tocara el turno de enterrarlos.  Y junto a ellos, se dejaba asimismo el ataúd común, en espera de que viniesen a buscarlo los que lo necesitasen para traer nuevos difuntos, ya que nadie quería guardar, dentro del pueblo, aquel macabro armatoste.  Así, pues, una noche, se presentaron, con tal objeto, en el camposanto, unos vecinos, a los que se les acababa de morir un pariente. Como es natural, trataron de entrevistarse antes de nada con el Tío Alvarilla; pero, cosa extraña, entraron en el depósito y no lo encontraron. ¿Dónde, diablos, se habría metido el buen hombre...? Dieron algunas voces, llamándolo por su nombre, y no respondió nadie. Entonces se decidieron, sin más trámites, a llevarse el ataúd. Pero al levantarlo y notar que pesaba más de la cuenta, comprendieron inmediatamente que había alguno dentro. ¿Quién..? Se figuraron que sería algún muerto, olvidado por el Tío Alvarilla; pero abrieron la tapa, que por algo estaba un poco entreabierta y oh! Tragicómica sorpresa, s encontraron con que era ni más ni menso que el Tío Alvarilla, quien dormía tranquilamente en el ataúd..! No me negarán ustedes que el buen hombre tenía valor y sangre fría!

Por supuesto, la Muerte respetó por entonces a este bravo, y, cuando terminó la epidemia, el párroco don Joaquín Aliaga, desde el púlpito de Santa María la Real, hizo el más caluroso elogio de la conducta valerosa y humanitaria de este heróico hijo de Fitero. Por su parte, el Ayuntamiento, para recompensar de algún modo sus servicios, acordó pagarle cinco pesetas por cada día que los prestó, regalándole además un traje completo.

Mas, desde luego, ni la prensa de Madrid ni la de provincias se acordó de ensalzar al Tío Alvarilla, como al Rey Alfonso XII. Era natural, porque se trataba de un desconocido.  Pero ¿quién negará que mi humilde paisano demostró, en aquellas trágicas circunstancias, aún más serenidad y valentía que el intrépido y malogrado Rey de España..?







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